De “La Vista” (Claudia Masín)
Mi mundo privado
Yo ansié tener un cuerpo que practicara,
como un arte, la ignorancia de sí.
Que cayera rendido con la levedad con que caen
las hojas de los árboles. Cuando fuera inevitable,
nunca antes. Pero de tu cuerpo no deseaba
sino lo que había en él de frágil, de imperfecto:
la cicatriz que te cruzaba el pómulo, las pequeñas
arrugas en la frente. La herida
que te asemejaba a mí. Dos ramitas secas
ante la embestida de la menor brisa,
se quiebran. El camino es interminable, te decía,
da vueltas y vueltas alrededor del mundo
y en alguna de esas vueltas los que estaban
destinados a perderse, se encuentran.
Se dice que a la vera
de cierta ruta que atraviesa el desierto,
es posible hundir una vara en la hierba reseca
y en algún momento brotará el petróleo como un géiser.
Anoche tuve un sueño en el que viajábamos por días
y días para encontrar el yacimiento, a la manera
de los scouts o los cazadores de fortuna
del oeste. Al llegar era de noche,
no había una sola estrella, el pozo
estaba seco. Yo me dormía y te quedabas
al lado mío, cuidando mi sueño. No estabas allí
a la mañana siguiente.
En el sueño, alguien decía:
donde tengas tu tesoro tendrás
tu corazón. Y yo me preguntaba qué pasaría
si tu tesoro se perdiera,
qué pasaría en un juego de cajas chinas
si al llegar a la última,
la que debería contener el objeto precioso,
esa, como todas las otras,
estuviera vacía
La
infancia de Iván
Siempre queda algo por perder. La imagen de un viaje
que hicimos juntos, en una camioneta
cargada de manzanas que caían en la carretera
cuando hacíamos algún viraje brusco. Los caballos
siguiendo el rastro de las frutas, detrás nuestro.
En el agua de los aljibes, decías, hay una luz
parecida a la de una estrella, incluso en las mañanas,
porque los pozos confunden el día con la noche, sumergidos
como están en su penumbra. Siempre hay algo que resta,
un destello que nos mantiene vivos
por error.
Siempre queda algo por perder. La imagen de un viaje
que hicimos juntos, en una camioneta
cargada de manzanas que caían en la carretera
cuando hacíamos algún viraje brusco. Los caballos
siguiendo el rastro de las frutas, detrás nuestro.
En el agua de los aljibes, decías, hay una luz
parecida a la de una estrella, incluso en las mañanas,
porque los pozos confunden el día con la noche, sumergidos
como están en su penumbra. Siempre hay algo que resta,
un destello que nos mantiene vivos
por error.
Niños del cielo
Todo lo que perdemos suma
una cifra
única, la nuestra. Si
perdieras algo tuyo,
algo que no estaba
destinado a perderse,
tu cifra sería inexacta
para siempre.
Cría cuervos
Los niños, como los
gatos, podemos ver en la oscuridad.
Vigías que saben que no
pueden deslumbrarse
con su propio sueño,
pasamos las horas
tejiendo una tela
finísima alrededor
de nuestro miedo.
Después, muchos años después,
solías decirme, llega el
olvido y podemos dormir
sin sobresaltos. Yo aún
no he olvidado.
Cada noche, nos
intercambiamos historias
como joyas. Esta te queda
bonita,
esta le sienta bien a tu
piel, a tus ojos:
Había una niña que era
tan pequeña
que cabía en la palma de
una mano.
Si yo fuera esa niña
—pienso— elegiría
vivir en tu mano. Podrías
cerrarla
y dejarme sin nada, pero
toda buena historia
necesita una tragedia, un
vuelco inesperado
en la trama. No quiero
que llegue el fin
de tu relato, que la
noche se acabe. No sé qué hay
del otro lado. La vida es
una imagen
que va desdibujándose,
perdiendo los contornos
día a día. Crecer es el
tránsito de la imagen precisa
a la distorsión. Quiero
seguir siendo niña
para conservar la vista.
Madre e hijo
Despacio, despacio, que
hasta aquí no llegue la prisa
de la muerte. No quiero
que venga la primavera,
dijiste, no tengo ropa
que ponerme. En las montañas
pareciera que siempre
está a punto de desatarse
una tormenta, pero hay
una sola tormenta en todo
el invierno. Cuando
sucede, salimos los dos
a verla. Te tiemblan las
manos como a una niña
pequeña, siempre me
pregunté si de alegría
o de miedo. Todas las
cosas únicas aterran.
A veces quisiera
protegerte, taparte los ojos,
que no adviertas la
primera gota
desprendiéndose,
inevitable, del cielo. Que no sepas
que por más que hagamos
silencio por meses,
por años enteros,
acabaremos por decirnos una
u otra palabra, y en ese
momento comenzará
a correr el tiempo.
París, Texas
Me gustaría contarte lo
que veo, hablarte
de los hoteles
abandonados apareciendo de la nada
en el medio de la
carretera como castillos solitarios
cuyos puentes levadizos
hubieran sido
dinamitados hace tiempo.
Me gustaría
contarte lo que veo pero
es imposible
hallar un dolor que
condescienda
a ser narrado. ¿Vale la
pena entonces,
emprender tan largo viaje
para ir de un extremo
a otro del silencio?
También es imposible
callar por completo: sé
que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien
cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz,
un estremecimiento
semejante al de esas
luciérnagas
que al chocar contra un
parabrisas en la ruta,
se deshacen esparciendo
una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa
—quizás— es su idea
de un encuentro.
El camino de los sueños
Creí que la memoria era
eso: una cascada cayendo desde un despeñadero,
una corriente que
arrastraría consigo al océano. No la insistencia del agua
sobre la materia, el
goteo, el trabajo de años para dejar una muesca
insignificante sobre la
piedra inerme. Hubiera deseado conocerte antes:
dos chicas tendidas al
sol de una terraza, en la siesta de provincia,
quietas y alertas a la
vez, como la vegetación del desierto,
que parece dormir o estar
seca, y en cambio, cada verano
deja surgir de entre las
hojas algún color sorprendente
en la monocromía de la
arena. A veces te miro distraerte de mí,
inclinada hacia el
interior de tus propios recuerdos, atenta
como un animal asomando
la cabeza dentro de un pozo
abierto en la tierra.
Siempre intento descubrir en tus ojos el contorno
del objeto prodigioso que
estás viendo, y no alcanzo a distinguir de él
más que su efecto, un
cambio de intensidad en tu expresión,
el temblor, la
reverberación del agua tras la caída de una piedra
muy pequeña. Estamos
lejos. Hasta mí llega la imagen ya disuelta,
ya velada, en la historia
que cada noche vas contándome,
hilo tras hilo del tejido
recompuesto, que no puede
compararse siquiera a la
espléndida trama original,
de la que estoy, aunque
no quiera, ausente.
Una película de amor
(versión del film
homónimo del “Decálogo” de Krysztof Kieslowski)
Yo comprendo la pasión de
los astrónomos,
las noches en vela, la
atención dispuesta
a captar, de entre todo
lo que existe,
cierta fosforescencia en
el cielo. Podría decir,
como ellos, que las cosas
que me importan
no suceden en el mundo.
La mirada vive, en lo que ve,
una segunda vida, más
real que la primera, más intensa.
Yo pensaba que mirándote
siempre, en todos los momentos,
los instantes preciosos
que guardabas dentro de tu cuerpo
se transferirían a mi
propia constelación
de recuerdos, y lo
deseaba con tanta fuerza que creí
ver con tus ojos –sin
haberme movido jamás de esta ciudad
o de este cuarto- los
detalles de tu casa natal, las tormentas
de nieve en un pueblito
del sur, la tierra
completamente roja en el
otoño, invadida por las hojas
de los arces, dos pies
pequeños y descalzos,
cubiertos por el barro,
el rostro de tu madre.
Quizás la intimidad entre
dos seres dura
lo que dura ese momento
en que sabemos
de los cuerpos y las
cosas que otro amó,
en otro tiempo. O acaso
nadie alcance a rozar,
ni en su deseo, las
imágenes ajenas,
y estés sola, y yo esté
solo, y sea el nuestro,
-como el recorrido de las
familias de esquimales hacia el sol,
sobre la nieve- un viaje
del cual no queda huella.
La ciénaga
Una madre es siempre una ciénaga.
Osvaldo Bossi
Preguntaste si tenía
miedo. Mejor dicho,
nada preguntaste. Una
madre nunca pregunta
lo que realmente quisiera
saber. Me miraste
y algo en tu mirada decía
¿tenés miedo?.
Yo, a veces, no encuentro
la respuesta y callo
como si mi corazón fuera
un reloj cuyas agujas
se detienen cada vez que
tu mirada, ansiosa,
lo consulta. Algunos
pájaros
sobrevolaban la piscina
de aguas verdosas,
contaminadas. Tendrías
que haber renovado el agua
al terminar el último
invierno, me dijiste. Quizás es imposible
resistir la tentación de
dejar pasar el tiempo, abandonar,
quedarnos sentados en la
orilla mirando el deterioro.
Presenciar cómo,
lentamente, la simpleza
del agua cristalina se transforma
en la complejidad de una
ciénaga. Tal vez
la única libertad posible
sea
la de negarse a mover un
dedo, aunque se te vaya
la vida en ello.
Preferiría no hacerlo,
como el personaje del
cuento. Preferiría no moverme.
Ví una vez, aquí, cerca del pueblo, un
animal
agonizante. Había caído
dentro de un pozo
de agua estancada.
Imaginemos:
el animal va muriendo día
a día, de a poco.
No puede moverse. El agua podrida le llega
hasta el cuello,
¿le preguntarías a ese animal si tiene
miedo?
Las tragedias son
vulgares, ocurren todo el tiempo.
¿Podrías hablarme hasta
que la noche caiga
y llegue el sueño?
Quisiera que el rumor
de tu voz me adormezca,
como si fuera
la música perezosa de las
cigarras en pleno verano,
y después callarnos los
dos, una madre
y su hijo callados, sentados en las sillitas
de plástico despintadas,
para que el tiempo
pase cerca nuestro, apenas rozándonos,
y todo esté tan
silencioso que no advierta
que estoy esperando que
su paso me ignore
y me deje aquí, al lado
tuyo,
abandonado.
Detrás de la puerta
En las noches de
Marrakesh, los hombres viejos
que me llevan a recorrer
la ciudad
y esperan que los guíe,
terminan inexorablemente
perdidos. Tal vez sólo sé
un camino,
y los demás son rodeos
que convergen en él. No
tengo preguntas,
la certeza es un sitio
donde me crío a mí misma,
como si yo fuera una hija
mía. ¿Ves? me digo,
aquí están las imágenes
de tu vida,
desfilan como en una
película muda,
las películas mudas son
aburridas. No importa
demasiado tu vida. ¿Ves?
aquí tu casa, tus padres,
las cosas que olvidaste
en las mudanzas,
no importan demasiado tus
cosas. Podrías ser
cualquiera, podrías no
existir, una sirena
dibujada en un libro de
mitos. Escuché la historia
de un grupo de
exploradores en la Antártida:
iban a vivir un año en el
medio de la soledad
y el frío para estudiar
la zoología, la botánica,
el clima. El barco de
rescate chocó contra un témpano
mientras viajaban para
llevárselos
a Europa de regreso.
Pasaron inviernos enteros
en el refugio, una casita
noruega que ellos mismos
habían construido en el
medio
de un país de hielo. Se
inventaron
una vida cotidiana,
distribuyeron
las tareas y esperaron. Uno de ellos escribió
en su diario: llegué a
olvidarme de que tenía un rostro.
Sólo sobrevivía para
estar presente en el momento
en que un improbable
barco fantasma
asomara entre las olas.
Así es como todo se borra,
la propia voz, el propio
cuerpo, cuando alguien
tiene que llegar hasta
nosotros
y no llega. El azar es
ecuánime -solías decir-
todos encontramos al
menos una vez
lo que siempre hemos
buscado. Ya no te creo:
el azar, por definición,
es injusto. Hay
una vez, sí, pero una
sola, y lo demás es el deseo
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